Al ponerlo en los brazos de su hermano, el bebé que todos creían muerto de repente volvió a la vida

La sala de parto se suponía que iba a llenarse de alegría, pero en cambio el silencio lo devoró todo. El bebé nació inmóvil, sin aire, sin llanto, solo el peso del desconsuelo. Las enfermeras susurraban, los monitores pitaban, y los sollozos de una madre llenaban el espacio. Al final, el médico envolvió al pequeño en una manta y se lo acomodó con ternura en los brazos temblorosos de su hermanito de seis años. El niño miró ese rostro diminuto, preparándose para una despedida que ningún niño debería dar…

Los hospitales tienen un silencio extraño. Incluso cuando las máquinas zumban y los pasos retumban en los pasillos, por debajo hay otro silencio: uno expectante. Eso fue lo que quedó flotando en la sala de parto el día que a mi hermana le empezó el trabajo de parto.

Llevó a su hijo en el vientre durante nueve meses larguísimos, entre tobillos hinchados y noches en vela, entre momentos de alegría y momentos de miedo. Cuando llegó el momento, me apretó la mano, susurrando oraciones entre contracciones. Todos esperábamos dolor. Todos esperábamos alivio. Lo que ninguno esperaba era el silencio.

El bebé llegó al mundo sin vida.

Ni llanto, ni movimiento, ni aliento. Solo el peso denso del duelo cayendo sobre todos a la vez. El médico frunció el ceño y apretó los labios. Las enfermeras susurraban con frases cortas mientras los monitores pitaban en vano. Mi hermana extendió la mano, entre sollozos, pero el bebé no se movió.