Fue tratada como una esclava por su propia familia— Luego un viaje en autobús lo cambió todo

Durante dos años larguísimos me dejé la vida: de día tallaba los pisos del hospital y de noche me quedaba en la caja del supermercado, todo para dar de comer a mi hijo y a su esposa, que se burlaban de mí llamándome su ‘esclava personal’. Rendida después de un turno de 14 horas, me desplomé en un autobús nocturno, abrazando el bolso como si ahí guardara lo último de mi dignidad. En ese instante escuché una llamada telefónica. Se me fue el alma al suelo, porque lo que decía el desconocido…

Durante dos años me dejé la piel. De día restregaba los pisos del hospital hasta quedar impregnada del olor a cloro. De noche, con los pies ardiendo, atendía la caja del súper, cobrando a clientes sonrientes mientras fingía que mi mundo no se desmoronaba. Catorce horas diarias, siete días a la semana: esa era mi vida.

¿Y para qué? Para mantener a mi hijo ya adulto y a su mujer, que no me veían como madre ni como familia, sino como mano de obra gratis. Me decían ‘nuestra esclava personal’ entre risas crueles, como si fuera un chiste, mientras yo les cocinaba, les doblaba la ropa y pagaba sus cuentas. Cada vez que volvía de trabajar, sus voces me recibían no con cariño, sino con exigencias:¿Y la cena? No te olvides que ya toca pagar la renta. ¿Ya planchaste mi camisa?

Me repetía que solo los estaba ayudando a ponerse de pie. Pero, en el fondo, sabía la verdad: me estaban usando, exprimiéndome hasta la última gota de fuerza que me quedaba. Sentía que el corazón se me marchitaba, secándose tras años de ser ignorada y no querida.

Una noche, después de un turno especialmente agotador, me subí casi arrastrándome al último autobús de regreso. Las luces fluorescentes parpadeaban arriba, de esas que hacen que todo se vea gris y cansado. Me dejé caer en un asiento de plástico duro, aferrando mi bolso como si guardara los últimos restos de mi dignidad. Se me cerraban los párpados, hasta que escuché algo que me hizo incorporarme de golpe.