El ataúd de mi esposo aún estaba en el cuarto cuando ella reveló la verdad (3 of 3)

El bebé se movió, y un quejido diminuto se coló en el silencio pesado. Retrocedí tambaleándome, aferrándome al banco de la iglesia para no caer.

La mujer no se acercó. No me pidió perdón. Solo me miró una última vez, con los ojos cargados de lo que no se dijo, y dio media vuelta hacia la puerta.

Sus pasos resonaron por el pasillo central: el mismo camino que el ataúd de mi esposo había recorrido apenas unas horas antes.

Para cuando recuperé la voz, ya se había ido. El bebé, la verdad, la vida de la que nunca supe—todo se fue con ella.

Ahora, ya entrada la noche, cuando el dolor se supone que debería ir apagándose pero no lo hace, me pregunto: ¿ese bebé de verdad era suyo? ¿O fue una cruel puesta en escena preparada por una desconocida? Pero, en el fondo, lo sé. Por la forma en que ella me miró. Por cómo la naricita del bebé calcaba la de él.

Me dejó algo más que una tumba. Me dejó un secreto del que quizá nunca pueda escapar.