Hace ocho años, mi nieto me lanzó palabras como piedras que creí que jamás superaría: “Eres la peor abuela del mundo”. Se fue dando un portazo y dejó atrás un silencio que se extendió casi una década: ni llamadas, ni visitas, ni siquiera una tarjeta en mi cumpleaños. Intenté seguir con mi vida, pero la herida nunca cerró. Hasta que, una tarde lluviosa, escuché que tocaban la puerta. Al abrir, ahí estaba él…
Jamás pensé que palabras salidas de la boca de un niño pudieran cortar tan hondo. Y, sin embargo, lo recuerdo como si hubiera sido ayer: el día en que mi nieto me miró directo a los ojos y dijo,“Eres la peor abuela del mundo.”
Por algo tan insignificante que apenas alcanzo a recordar los detalles. Creo que le dije que no: no, no habría otro videojuego; no, no iba a darle efectivo para gastarlo en tonterías. Tenía doce años, consentido por sus padres, acostumbrado a que le cumplieran cada capricho. Y cuando me planté, estalló. Se le torció la cara de rabia, apretó los puñitos y entonces soltó esas palabras.
En ese momento me lo tomé a la ligera y me dije:«Solo es un chico, no lo dice en serio».Pero cuando salió hecho una furia y azotó la puerta, sentí que algo se me quebraba por dentro. Había criado hijos, aguantado trabajos que dejan la espalda molida, puesto comida en la mesa cuando la plata no alcanzaba, y a ese muchacho lo había querido con todo lo que soy. Y aun así, en ese momento, para él no era más que «la peor».
Los días se volvieron meses. Y los meses, años. No volvió. Ni llamadas de cumpleaños. Ni visitas en Navidad. Las tarjetas que enviaba quedaban sin respuesta. Sus padres ponían pretextos: «Está ocupado, ya sabes cómo son los adolescentes». Pero en el fondo yo lo sabía: lo decía en serio.