Pensaban que él no entendía la muerte—pero sus palabras ante el ataúd les demostraron que estaban equivocados (2 of 2)
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Los suspiros ahogados rompieron el silencio. Unas cuantas personas lloraron sin esconderse. Otros agacharon la cabeza, conmovidos no por algún misterio, sino por la verdad insoportable de un niño poniéndole palabras a la pregunta que nadie se atrevía a decir en voz alta. Su pequeña confesión cortó de tajo cada elogio cortés, cada oración medida, dejando el momento desnudo.
Una de sus tías se adelantó de prisa, lo alzó entre sus brazos mientras las lágrimas le corrían por las mejillas. Intentó susurrarle consuelo, pero él habló de nuevo, con la voz ahogada contra su hombro: “Porque pensé que quizá solo estaba dormida”.
Esas palabras rompieron la poca compostura que quedaba en la sala. Hombres hechos y derechos lloraron. Las mujeres se abrazaron fuerte. Hasta los ojos del pastor se llenaron de lágrimas mientras por fin encontraba la voz para continuar. No había sermón ni versículo capaz de suavizar lo que se acababa de decir. Era el dolor en su forma más pura y cruda, directo del corazón de un niño que solo quería de vuelta a su mamá.
Llevaron al niño de regreso a la banca, donde volvió a sentarse en silencio, aferrado a un pañuelo doblado como si fuera lo más valioso que tenía. El servicio continuó, pero el aire ya no volvió a ser el de antes. La gente escuchó distinto, respiró distinto y se fue distinta.
Después, muchos de los presentes admitieron que no recordaban los himnos ni las palabras del pastor. Lo que recordaban era a un niño pegando la oreja al ataúd de su madre y diciendo lo único que les recordó a todos la fragilidad de la vida y la sinceridad sin filtros del duelo infantil. No fue algo místico ni de otro mundo: fue, simplemente, dolorosamente humano.