No pude oírla gritar, pero la vi articular las palabras: AYÚDAME (2 of 2)
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Después, no pude sacarme la imagen de la cabeza. El grito de esa niña —mudo detrás del vidrio pero ensordecedor en mi mente, lo suficiente para hacerme temblar los huesos— se repetía una y otra vez. Y con él llegó una verdad incómoda: depositamos una confianza ciega en esos autobuses escolares amarillos. Damos por hecho que los conductores siempre son responsables, que las cámaras siempre funcionan, que el sistema nunca falla. ¿La verdad? Sí falla. Mucho más seguido de lo que cualquiera quiere aceptar.
Pensé en las historias que había leído. Conductores sorprendidos enviando mensajes al volante. Niños dejados solos en los autobuses durante horas. Cámaras descompuestas o simplemente ignoradas. Padres que se enteran demasiado tarde de que pasó algo terrible mientras todos los demás asumían que todo estaba bien. La idea de que una niña pudiera golpear el vidrio con los puños, gritando por ayuda a plena vista, y aun así ser invisible, me sacudió hasta el fondo.
Puede que lo que vi no fuera más que chicos haciendo bromas. Tal vez ella estaba a mitad de una risa, atrapada en una pose dramática, jugando para sus amigos. Pero ¿y si no? ¿Y si ese fue el único instante desesperado en que necesitaba que un adulto lo notara y yo —el único adulto mirando con suficiente atención— me quedé inmóvil en lugar de actuar?
Esa idea no me suelta. Nos llenamos de simulacros de seguridad, reglas, verificaciones de antecedentes, pero nada de eso significa nada si ignoramos la verdad más básica: a veces un niño en problemas no encaja en cajitas ordenadas. A veces se ve desordenado, frenético e incómodo. A veces se ve como una niña azotando la palma contra la ventana del autobús hasta que le arde.
Si alguna vez ves algo así, no apartes la mirada. No te convenzas de que no es nada. Repórtalo. Sigue al autobús. Haz algo. Porque la verdadera pesadilla no es reaccionar de más: es la posibilidad de que viste a un niño suplicando ayuda y aun así seguiste manejando.
Jamás voy a olvidar su rostro. Y nunca más daré por sentado que el silencio es sinónimo de estar a salvo.