Durante años, la rutina de 15 minutos de mi vecino me sacó de quicio. La verdad era hilarantemente simple

A las 4 en punto de la tarde, todos los días sin falta, el auto de Oscar entra a la cochera. Sin fallar, se escurre hacia adentro y desaparece durante exactamente quince minutos—ni un segundo más ni uno menos—antes de volver a salir como si nada hubiera pasado. Los días que Emma está en casa, entra con él. Y siempre, como relojito, apenas cruzan el umbral, se cierran todas las cortinas de la casa. Durante años intenté ignorarlo, pero la rareza me fue carcomiendo. Al final, pudo más la curiosidad. Una tarde, cuando dejaron una sola cortina abierta, por fin me animé a mirar hacia adentro…

Vivo en este barrio desde hace diez años. Diez años de cortar el pasto, recoger paquetes de Amazon en la puerta y cruzar saludos torpes con gente que finge no oír cuando digo “Buenos días”. Pero en todo ese tiempo, hubo algo que me volvió medio loco: mis vecinos, Oscar y Emma, y su ritual diario rarísimo.

Todos los días, a las 4 clavadas, Oscar estaciona en la entrada. Se esfuma adentro por quince minutos—no catorce, no dieciséis: quince exactos—y luego vuelve a salir como si nada hubiera pasado. Si a Emma le tocó descanso, se le pega. Y, sin falta, en cuanto pisan la casa,pum — cortinas cerradas.

¿Fines de semana? Igual. Cortinas cerradas. ¿Lluvia, nieve, calor infernal? Lo mismo.