Nunca lloró entre balas ni ante el divorcio —hasta despedirse de su perro

Él había enfrentado balas, un matrimonio roto e incluso la pérdida de su padre sin derramar una sola lágrima. Pero nada lo preparó para perder a su amigo más cercano. Las palabras de la veterinaria resonaban en su cabeza: el cuerpo de Óscar ya no podía más, y lo más compasivo sería dejarlo ir. Acariciando el pelaje de su mejor amigo, se inclinó y, con la voz temblorosa, susurró algo que jamás pensó decir…

Siempre he sido de los que se guardan todo. Una vez, en un operativo, una bala me atravesó el hombro; apreté los dientes y no lloré. Cuando mi matrimonio terminó porque el trabajo me consumía, me serví otro café y seguí. Incluso cuando estuve junto a la cama de hospital de mi padre, mirando cómo su pecho subía y bajaba por última vez, me mantuve seco. La gente decía que era duro, que nada podía quebrarme.

Se equivocaban.

Esa noche me senté en el sofá con la cabeza de Óscar pesada sobre mis piernas y lloré como un niño. Su respiración estaba entrecortada; cada aliento sonaba a una batalla que quizá no podía ganar. La veterinaria había sido tajante esa mañana: el cuerpo de Óscar estaba cediendo. Mantenerlo con vida por más tiempo sería crueldad. Asentí cuando lo dijo, pero por dentro grité. ¿Cómo se le dice adiós al mejor compañero que he tenido?

Óscar no era solo un perro. Era la única constante en medio del caos de mi carrera. Olfateó suficiente droga como para mantener el veneno fuera de las calles, rastreó a niños perdidos por el bosque cuando cada minuto contaba y se lanzó a situaciones que incluso agentes veteranos dudaban enfrentar. No le temía a la oscuridad, ni al peligro, ni a lo desconocido.