Entregué a mi bebé a un desconocido en pleno vuelo… y él nos dio un regalo que atesoraré para siempre (2 of 2)

Me incliné para agradecerle, dispuesta a recuperar a mi niño, cuando vi lo que hacía. El hombre había sacado del bolsillo de su saco una libretita y un bolígrafo. Con mi hijo gorjeando en su regazo, empezó a trazar: líneas rápidas y seguras iban tomando forma en la página. En minutos surgió una imagen: mi hijo, con su pelito ralo, los ojos bien abiertos y esa sonrisa desdentada, capturado a la perfección en tinta.

Las lágrimas me picaron los ojos. El desconocido no solo estaba calmando a mi hijo; nos estaba regalando algo que jamás imaginé. Desprendió con cuidado la hoja de la libreta y me la entregó sonriendo. “Solía dibujar a mis hijos cuando eran chiquitos”, dijo en voz baja. “El tuyo tiene el mismo brillo.”

Me quedé mirando el dibujo, sin palabras. Mi hijo estiró sus manitas hacia él, balbuceando como si supiera que era él. El hombre lo sostuvo un poco más, tarareando una canción de cuna que no conocía, y enseguida la cabecita de mi bebé quedó apoyada, tranquila, en su hombro.

Por primera vez desde que subimos al avión, pude soltar el aire. A nuestro alrededor, el avión volvió a estar en silencio, pero por dentro me invadió una gratitud enorme, no solo por el dibujo, sino por el recordatorio de que la bondad puede asomarse en los lugares menos pensados.

Cuando aterrizamos, el hombre me devolvió a mi hijo, besó la coronita de su cabeza y se escurrió entre la gente antes de que pudiera siquiera preguntarle su nombre. Lo único que me quedó fue el dibujo, doblado con cuidado en mi mano.

Ahora cuelga en nuestro refrigerador: un sencillo dibujo a tinta de un bebé de ojos enormes y sonrisa torcida. Cada vez que lo veo, vuelve a mí ese momento: el caos, el miedo, el consuelo inesperado de un desconocido. Y pienso en cómo, a veces, justo cuando estás al límite, agotado y abrumado, el universo te manda un recordatorio de que…