Tragó saliva. “No, mi amor. Ella va a estar bien.”
Pero sabía que no se trataba solo de Kayla. Se trataba de todo: la muerte, el miedo, la fragilidad de la vida.
En medio de todo, Noah se mantuvo sereno. Le tomó la mano. No se alteró. Le dio fuerza cuando a ella ya no le quedaba nada que dar.
En los días que siguieron, la culpa se le pegó a Emma como una sombra. Repetía en su cabeza las llamadas perdidas, la reunión a la que asistió mientras su hijo, desesperado, intentaba comunicarse con ella. De pronto, todos sus esfuerzos por mantener su vida en pie —la carrera, la maternidad, el duelo— se sintieron vacíos.
Alguna vez creyó que ser una buena madre significaba proteger a Noah de cualquier dolor. Pero la verdad era que no podía ahuyentar las tormentas. Lo que sí estaba en sus manos era plantarse a su lado en cada una.
Noah tuvo que crecer de maneras en que nadie debería. Y, al hacerlo, le enseñó a ella qué es la verdadera fortaleza.
Desde entonces, Emma se hizo una promesa silenciosa: bajar el ritmo, escuchar más y vivir de lleno los instantes que de verdad importan—el duelo y la alegría, la pena y el amor—, justo al lado del niño que se había vuelto su mayor maestro.